Mira mi pecho tatuado
Hace años los dirigibles surcaban los cielos de Nueva York transportando sacas de correos. Eran los tiempos en que un tatuaje era para siempre.
Un amigo mío portorriqueño, Andy, trabajaba de cartero en uno de esos artefactos voladores.
Hacía poco que había dejado la isla del Encanto, como gustan de llamarla sus compatriotas, dejando allí su corazón en el lecho de una linda muchachita de San Juan.
Se arrebata describiéndola y contándome todo lo que a ella se refería: su forma de hablar y andar, la forma en que trataba a todo el mundo en la pequeña bodega de su padre, lo dulces que eran sus besos y lo blanda que era su cama.
Una tarde llegó a mi casa nervioso y acalorado buscando mi consejo sobre su último gran acto de amor, el pacto de sangre que uniría su pasión con el destino: se tatuaría el nombre de su amada. Para siempre. Ya se imaginaba la cara de agradecimiento de la chica, las lágrimas corriendo por su cara que él recogería con los labios, los mismos labios que le pedirían eterno matrimonio, los mismos labios que recorrerían todos los rincones de su cuerpo hasta el fin de sus días.
Repetía sin cesar todas las frases escuchadas en boleros y habaneras, en almibaradas voces de cantantes a la moda. Y de su boca, con su acento caribeño y un inconfundible brillo en sus ojos, sonaban sinceras y conmovedoras.
Me sentía culpable por haber sido yo el que le había mencionado una casa de tatuajes en el Lower East Side famosa por la perfección de sus dibujos y por la gran clientela que la frecuentaba las veinticuatro horas del día.
Intenté hacerlo desistir recalcándole la imposibilidad del arrepentimiento, pero dos horas después nos encontrábamos haciendo cola entre una curiosa colección de asiáticos, soldados, marineros y hasta una bailarina de la Polinesia.
Andy había elegido un sencillo modelo floral con un pergamino que incluía el nombre de la chica, y como lugar su mano derecha.
Cuando nos llegó el turno el hombre que tatuaba preguntó a Andy— «¿Quieres tatuarte la cara?»
— y ante la negativa de mi amigo nos explicó: «Las manos y la cara son la misma cosa. Es lo único que le enseñas al mundo. Nunca sabes lo que tendrás que hacer». Entre la indecisión y la confusión detener que elegir un nuevo destino para el motivo, algo brilló como una señal del cielo ante los ojos de Andy: un precioso corazón multicolor que excedía totalmente su presupuesto, un corazón sobre la piel indicando el lugar donde reinaba la chica del otro lado del mar.
Tras juntar todo nuestro dinero y llegar a un acuerdo con el tatuador, mi amigo se encomendó a su destino.
Viendo su cara y la de los hombres que llenaban la sala, también yo deseé hacer de mi cuerpo una tierra de panteras y serpientes, de espadas y corazones enamorados, de bel las mujeres y de temerarias banderas de piratas. Me sentía terriblemente desgraciado al no tener un nombre que tatuar en mis bíceps, una Armada que honrar en mi espalda o un enemigo al que jurar eterno odio en mi costado.
El mundo da muchas más vueltas de las que nos dicen los libros y las historias nunca tienen un The End que las cierre a tiempo.
Dos meses después de tatuarse el pecho, mi amigo se escapó por unos días a Puerto Rico sin poder esperar más a enseñarla prueba de fidelidad a su amada.
La encontró en los brazos de un amigo común lo cual le rompió el corazón, pero no hizo el menor efecto en la calidad del tatuaje que toda la vida le recordó el dolor de su amor traicionado. Llegó a detestarlo de tal modo, que nunca más lo mostró en público e incluso se bañaba con camiseta en los más calurosos días del verano.
No hace mucho leí un artículo que hablaba de que los tatuajes podían eliminarse y corrí a contárselo a Andy. Recibió la noticia como el fin de una pesadilla. Por fin se vería libre, interior y exteriormente, del recuerdo de una herida traicionera.
Esta vez también intenté disuadirlo dado lo caro del tratamiento y su posible peligrosidad. Le hablé de aceptar las señales en el cuerpo como muestra de nuestra historia y nuestra vida, como una arruga, la cicatriz de una operación o una cana. Pero era esa historia la que él repudiaba y estaba decidido a hacerla desaparecer.
Más tarde reconoció, sin embargo, que le gustaría conservar un recuerdo del corazón que acompañó toda su vida a su imagen en el espejo. La ¡dea de una fotografía le resultaba fría y antipática.
— Tal vez podrían cortarte el trozo de piel y enmarcarlo -le dije bromeando.
— ¿Podrían hacer eso? – dijo él.
— No seas bruto, hombre.
Le hablé de una artista que pintaba tatuajes, Mavi Escamilla, que tal vez pudiera hacerle un cuadro con el suyo antes de que se lo quitaran. Yo había visto unas reproducciones de sus obras en una revista y me habían impresionado sus imágenes como años atrás lo hicieran las del taller de tatuajes.
Se ilusionó con la idea y una vez más intenté hacerlo desistir. No es que sea un aguafiestas, pero desconfiaba que tan estupenda pintora europea hiciera el menor caso a un jubilado portorriqueño, contando con que éste tuviera suficiente plata como para pagar ni el transporte de la obra.
Pero Andy, un tipo de los tiempos en que los tatuajes eran para siempre, no se amilanó.
Le dije que le esperaba un largo viaje hasta que su corazón colgara de la pared.
Con la misma determinación con la que una vez entró a tatuarse me preguntó:
— ¿Y dónde vive esa chica?
— En Valencia.
—- ¿Ohio?
— No, España.
CHARRIS
N.Y. marzo 1992